Salí de la radio feliz. Tan feliz estaba, que no me di cuenta de
un detalle interesante, no tenía como volver casa. Sin bici, no hay paraíso.
Veníamos de charla, cuando en la vereda de enfrente vimos una remisería.
Cruzamos. Pacho me alentó a llamar a la puerta, la verdad no le tenía mucha fe
a ese paisaje amarillento.
Por detrás de una cortina descolorida y abrumada, salió un hombre. El hombre de
unos sesenta y tantos, con sus dientes post muchos años de fumar, abrió
la puerta y me preguntó a dónde me dirigía. Contesté y me despedí de Pacho.
Al
más allá, pero bien acá
Me senté atrás. Encendió el auto y prendió el estéreo. Un piano
enloquecido empezó a sonar, era algo increíblemente espantoso. A las dos
cuadras, al sonido infernal, se le sumó la interferencia de otras estaciones de
radio; lo que se volvió algo insoportable.
Alterada, comencé a buscar en mi mochila las llaves. Las llaves no aparecían
por ningún bolsillo, abría uno, después otro, más tarde el mismo; las llaves no
estaban. En un momento mientras revolvía entre mis cosas, levanté la vista y
por el espejo retrovisor vi que el hombre me miraba espantado.
Paisaje
de película
Un
hombre con cara espanto, con una música de fondo aterradora, miraba por
el espejo retrovisor de su vehículo a una joven que revolvía alterada una
mochila negra; en busca de quién sabe qué cosa.
Me di cuenta de que algo raro se respiraba en ese momento, pero no podía dejar
de revolver mi mochila, necesitaba las llaves.
El hombre me preguntó si debía doblar. No, faltan tres cuadras.
Deje la mochila en paz. Era un hecho, me había olvidado las llaves. En ese
momento, cuando me resigné a no buscar más, el hombre apagó el estéreo. Nos
quedamos en silencio.
Es la casa de rejas verdes, le indiqué. Pagué mi viaje y me despedí con un
“buenas noches”.
Si algún lector esperaba un final más interesante, lo entiendo.
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