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Mientras esperaba un tren...



   Son las 18:30 en Buenos Aires, es invierno -los huesos dan fe-. El techo de la estación Constitución es un paisaje que no deja de llamar mi atención. Aveces me pregunto si alguien más admirara semejante construcción, que no me jodan, es hermosa. Quién sabe qué misterios recorrerán las alturas y los miles de rincones, qué fantasmas vagaran por allí.    Por lo general, no nos detenemos en detalles, salvo que estemos de turistas por algún rincón del mundo. Entonces nos acordamos de la cámara y del retrato de todas las imágenes posibles, al parecer las retinas no almacenan como antes... "Retinas eran las de antes". Y por alguna razón, sea naturaleza humana o qué sé yo, siempre nos llama más la atención la ciudad ajena.
   Muchos descubrimos que vivimos en lugares maravillosos, después de pisar otros suelos. Aprendemos a saber la belleza de nuestra casa. Aprendemos que lo hermoso está más cerca de lo que creíamos.
   El tren que me deja en Temperley sale 18:43, espero en una larga fila. Es el comienzo de la famosa "hora pico", es cuando cientos de cuerpos, cansados de trabajar, de estudiar, de vaya a saber una qué... esperan el tan ansiado momento de volver a casa. Al recuentro de lo que a cada uno le pinte, necesite o no tenga otra alternativa. Ahí esperamos todos, cada uno con su misterio. Parados, sin hablar. Esperamos con mucho abrigo.
   Quizás sea el frío, los celulares, las ansias de regresar después de una larga jornada; lo que nos distrae del espectáculo de las "Palomas acróbatas-suicidas-extremas", son por demás desafiantes.
   Estas palomas conocen el arte de burlar a la muerte, vuelan y se posan sobre los rieles; desafiantes a la espera de la llegada del tren. En el instante en que tren parece rozar las mejillas -si es que tienen- de aquellas aves... es entonces cuando despliegan sus alas y el show de acrobacia extrema comienza, dejando boquiabiertos al reducido público, que por alguna razón, aquella tarde prestó un poco más de atención. Una cierra los ojos. Ya no quiero mirar. Es casi un echo que la no tan pequeña ave terminará bañando de tripas y sangre los durmientes de la vía. Pero, no. Ellas sabedoras del arte de no morir esquivan gloriosas a la gran bestia de acero. Vuelan, vuelan y vuelan. Creo que si no viviera en un mundo tan prejuicioso, las aplaudiría con entusiasmo.
  La metamorfosis comienza a las 18:35, cuando el tren se termina de estacionar y las puertas de los vagones  se abren. Automáticamente, la señora mayor, al anciano casi ciego, la embarazada, el obrero, la estudiante, la jefa, el enfermero, el gerente, la maestra... todos, dejan de ser seres individuales en cuestión de segundos para transformarse en una gran bola anómala de carne humana.
  La bestia de carne humana -sin rastros de humanidad posibles- empuja sin piedad, ¿por qué? por un asiento. En ese momento, somos como las palomas; no le tememos a la muerte. No nos importa matar ni morir, parece que quedarse sin asiento es realmente peor que la muerte misma.
   Luego de entrar al tren sin conciencia alguna siendo parte activa de la bola humana, perdiendo completamente el interés por el asiento y temiendo por la integridad de mi cuerpo, decidí bajar de ese tren.
   Otra vez estaba en una fila esperando un tren, el tiempo corría; pero con el maldito dolor de ciático, no podía viajar parada. El dolor de mi cuerpo era puntual e intenso. No podía llegar tarde, el horario de visita de la clínica era hasta las 20hs. Pero el dolor no cesaba, y era cada vez más intenso. Me costaba estar parada. Pensé en volver a mi casa, después de todo estaba a solo cuatro cuadras. Pero enseguida recordé el porqué de mi travesía y recupere las fuerzas. Quería ver a Vera.
   Las filas fueron creciendo, a medida que transcurrían los segundos el nivel de humanos aumentaba. La situación se repetía como patrón, pero esta vez estaba más cerca de la puerta. Me descolgué la mochila y la sostuve con mi mano derecha. Fue al pedo, me empujaron igual y casi pierdo la mochila. Todo lo de la bola humana sucedió tal cual minutos atrás. Pero esta vez conseguí sentarme. El hombre que se sentó a mi lado comentó su descontento ante la brutalidad de la entrada feroz al vagón. Yo me callé, en ese momento odiaba a la humanidad y no sé por qué me acordé de la democracia.
   Todavía me dolía la mano del tirón, pero por suerte tenía mi mochila a salvo, estaba sentada y traía un libro. Saqué a Hemingway lo más rápido posible y me sumergí al encanto de un bote de madera, a la historia de un viejo y del mar.
   La voz del parlante anunció que la próxima estación era Temperley. Baje a los empujones abriéndome camino entre otros cuerpos, logré bajar. Caminé hasta las escaleras del puente aéreo que cruza las vías, puteando un poco, tras mi desventurado viaje.
   Lo cierto es que con el asunto de los trenes, el tiempo había pasado más de lo esperado, y ¿si llegaba tarde? ¿Si no me dejaban entrar? Igual, estaba decidido iba a entrar. No quería llegar con las manos vacías así que pasé por un kiosco y compre unos chocolates para mi amiga, y ya que estaba me compre un bombón de chocolate y whisky. Camine tan rápido como mi cuerpo me lo permitió. Mientras tanto, temía por mi entrada a la clínica. Iba pensando diferentes excusas para que un posible verdugo o verduga  me dejara entrar a ver a mi hermana y su León.
   Me anuncié en la mesa de entrada: habitación 245, sí Devoto -confirmé-, pase. La puta madre, pensé; fue tan sencillo. Llegué, al filo pero llegué. Y ahí estaba Vera, más linda que nunca con su León. La vi sonreír, y ya está; me olvide de las palomas, de la masa bola bestia humana, de mi dolor de ciático. Es lo mágico de la amistad, definitivamente te hace la vida mucho mejor.



 
 
 
     
 

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